El Cairo, 1 de julio de 2009. Un jovencísimo Luis Melgar, recién nombrado funcionario diplomático en prácticas, se bajaba del vuelo de EgyptAir, francamente disgustado porque no le habían dado ni una mísera gota de vino en todo el viaje. Y eso que no era Ramadán todavía, pero así es la cosa: las aerolíneas egipcias no sirven alcohol.
¿He dicho ya que Egipto es mi gran pasión desde niño? De pequeño me encantaba jugar a los escribas y a los faraones, momificaba avispas que me encontraba muertas y las enterraba con todos los honores, me inventaba todo tipo de historias sobre Nefertiti y Ramsés II… Durante toda mi infancia me aburrí de pedirles a mis padres que me llevaran de viaje a Egipto pero, al final, por unas cosas o por otras, jamás tuve ocasión de ir. Conseguir que mi primer destino como diplomático fuese, precisamente, El Cairo, fue un sueño hecho realidad.
Iba cargado de maletas. Iba a estar solo dos meses en El Cairo, pero también era mi debut como diplomático, así que no quería tener que repetir traje un día sí y otro también. Había invertido casi la totalidad de mi primer sueldo en comprarme una gama abundante de trajes y camisas de lino que se me antojaron ideales para las tórridas temperaturas del verano egipcio, amén de un sombrero panamá con el que imaginaba montando camellos y descubriendo pirámides escondidas cual Indiana Jones del siglo XXI.
Los que iban a ser mis compañeros de trabajo por un par de meses, Ivo y Tomás, habían ido a recogerme al aeropuerto. Me ayudaron con los trámites migratorios y me depositaron sano y salvo en el hotel en el que había de permanecer durante toda mi estancia: el Ramsés Hilton. Según mi madre, cuando ella viajaba a Egipto en sus tiempos de TVE, el Ramsés se llamaba Nile Hilton, y al parecer se había hospedado allí varias veces. No tenía pinta de que lo hubieran reformado mucho desde entonces, la verdad.
Al día siguiente me presenté bien temprano en la Embajada, sita en la emblemática isla de Zamalek, en la calle Ismail Muhammad. La experiencia más singular del día fue coger taxis en El Cairo. No creo que hayan cambiado mucho desde entonces (¡espero que no!), pero en aquel momento se trataba de unos coches destartalados, todos de más de veinte años, sin aire acondicionado y conducidos por señores suicidas que no hablaban más que el dialecto egipcio del árabe. La operación debía efectuarse de la siguiente manera: antes de subir, había que asomarse a la ventanilla y decirle al conductor a dónde deseabas ir. Él siempre decía que sí, pero el truco estaba en fijarse en la cara que ponía, porque a veces te engañaba y no sabía ir, lo cual suponía un embrollo más bien colosal. Solo una vez se había comprobado que el buen hombre estaba más o menos seguro de la ruta a seguir, era seguro subir al taxi, donde era obligatorio sufrir sus intentos de comunicarse contigo. Si chapurreaba algo de inglés, te preguntaba en primer lugar si estabas casado, y al decir que no, se preguntaba muy sorprendido que por qué si no te faltaba ningún miembro ni se te veía feo del todo.
En este momento uno ya estaba sin aliento, porque en El Cairo se conduce sin respetar semáforos, carriles, rotondas ni sentidos prohibidos. Los coches y peatones confluyen de un modo caótico en una selva llena de bocinazos donde no se entiende nada.
Al fin, al llegar al destino deseado, te bajabas de un salto y le arrojabas al taxista por la ventanilla (siempre abierta, por descontado) la cantidad de dinero que consideraras justa por la carrera, normalmente un tarifa plana de unas 10 libras egipcias (1,20 euros más o menos) para ir a casi cualquier lugar de la ciudad. Lo más importante de todo era no discutir con él. Si no está de acuerdo, te vas y punto. No regatear. No hablar. Dar el dinero e irse. Obviamente, no dan cambio.
Espero de verdad que los taxis de El Cairo no hayan cambiado mucho en estos años. Temo regresar y tener que usar el móvil para pedir un Uber. Será como el fin de una era.
Aquel jueves fue mi primer y último día de trabajo de esa semana, porque en Egipto se trabaja de domingo a jueves. El viernes era mi día libre, así que tras haber tenido mi primera experiencia lúdica la noche anterior en una fiesta improvisada que se extendió hasta las cinco de la mañana, me levanté tarde y, tras disfrutar de un opíparo desayuno, decidí poner rumbo a la Meca que tanto había soñado con alcanzar durante tantos y tantos años… bueno, en realidad solo 28, que era mi edad en ese momento. En realidad unos 25, si consideramos que la obsesión por Egipto debió de empezarme hacia los tres años. Pero a mí me parecía toda una eternidad.
Antes de alcanzar mi destino debí afrontar una nueva experiencia mística: cruzar la callecita de cinco carriles que separaba mi hotel de museo. Lo recuerdo como tirarse al vacío. No había semáforo ni paso de cebra y el tráfico era terrible. Por lo que vi hacer a otros peatones, la idea consistía arrojarse a ciegas a la marea de coches y colarse entre los huecos mientras los conductores te pitaban enfurecidos. Me costó trabajo dar el primer salto de fe, pero en con transcurso de las semanas llegué a convertirme en todo un virtuoso en cruzar avenidas cairotas.
Al fin llegué mi meta: el Museo egipcio de El Cairo. Y allí empezó todo. Allí conocí a Nefertiti.
Por supuesto, eso ya lo sé: el célebre busto de Nefertiti no está en El Cairo sino en Berlín. Así funcionó durante décadas la egiptología. Durante el siglo XIX y principios del XX, el Gobierno egipcio no tenía dinero para afrontar excavaciones arqueológicas, por lo que idearon la política de las concesiones. El consejo supremo de antigüedades daba permiso a una institución o a un filántropo extranjero para que, corriendo con todos los gastos, excavara en territorio egipcio. A modo de remuneración, el concesionario tenía derecho a llevarse un porcentaje variable de las antigüedades que descubriera. El 6 de diciembre de 1912, un equipo alemán dirigido por Ludwig Borchardt encontró la célebre cabeza de Nefertiti en Tell el-Amarna, la antigua capital de Akenatón conocida como Ciudad del Horizonte … y, ni corto ni perezoso, se la llevó a Berlín.
Lo que si está en el Museo de El Cairo es el contenido casi íntegro de la tumba de Tutankamón, el hijo del rey hereje, así como una multitud de estelas y esculturas que representan a Nefertiti, a Akenatón y a diversos miembros de su familia. En uno de los patios principales está expuesta la famosa escultura de Akenatón en la que se aprecian claramente sus rasgos masculinos y femeninos, así como es rostro delgado y con aire místico que rompe por completo con todo el arte egipcio que se había hecho hasta entonces.
Muy cerca de aquella escultura, sin proteger por vitrina alguna, había una estela de piedra que representaba al faraón hereje junto a su esposa y a sus hijas. Me acerqué y, por primera vez, puse mis ojos sobre Nefertiti. Estaba sentada frente a su esposo y tenía en brazos a dos de las niñas, mientras la tercera jugaba con su padre. Sobre ellos, el disco de Atón derramaba sus bendiciones sobre milia real en forma de rayos solares terminados en manos.
Estuve mucho tiempo mirando aquella estela, imaginando la historia que se escondía detrás. Pensé que, si Akenatón y Nefertiti compartían la tarea de cuidar de sus hijas, quizá también gobernaran juntos. Me pregunté cómo había llegado Nefertiti allí. ¿Amaría de verdad a su esposo? ¿Quizá fue un matrimonio de conveniencia? ¿Y qué hay de las hijas? ¿Por qué Tutankamón no estaba muy ninguna parte?
Aquella mañana, tras apenas dos días en El Cairo, conocí a Nefertiri y supe que, alguna vez, contaría su historia.
(Continuará...)
Lo de los taxis, por un momento, me recordó aquellas fantásticas "perlas" que nos enviabas entonces. Esperando la continuación.