A la vuelta del Mar Rojo me esperaba uno de los hitos principales de mi estancia en Egipto: la visita de Tatita.
Creo que casi todos los que leéis mi blog sabéis quién es Tatita, ya sea porque la conocéis en persona o porque habéis leído sus aventuras y desventuras con Pablo y conmigo en Los blancos estáis locos y en La cigüeña vino de Miami. A pesar de todo, me voy a permitir presentarla. Tatita es mi segunda madre, la mujer que cuidó de mí desde que nací hasta… bueno, pues hasta ahora, que me sigue cuidando en la distancia. Tatita nació en un pueblo portugués llamado Covas, cerca de Coimbra, en el año 1938. Empezó a trabajar siendo muy pequeña y hoy, a pesar de sus 82 años, pandemias y confinamientos, aún no hay quien la pare.
Tatita me ha visitado siempre que he estado en el extranjero, desde que me fui a estudiar a París en el año 2003 hasta que se marchó a vivir con nosotros a Venezuela cuando nació Paula. Solo el maldito coronavirus ha sido capaz de frenarla y a China no ha podido venir. A Egipto, como es evidente, también fue, aunque solo por un fin de semana. Eso sí, Tatita llegó a El Cairo con la intención de conocerlo todo, absolutamente todo, en poco más de 48 horas.
Tatita llegó a Egipto un jueves por la tarde. Yo fui al aeropuerto a recogerla acompañado de Amín, el antiguo conductor de la Embajada, ya jubilado, al cual había reclutado para que nos hiciera de guía turístico durante el fin de semana. La llegada a El Cairo siempre es un poco confusa, porque los turistas tienen que comprar un visado de entrada al país antes de cruzar la frontera, y los funcionarios encargados de venderlo normalmente solo hablan el dialecto egipcio del árabe. Yo llevaba el móvil preparado y tenía a Amín prevenido para ayudar a Tatita cuando la barrera lingüística se interpusiera entre ella y el visado.
Esperé y esperé, y Tatita no llamaba. Probé a llamarla yo, pero seguía con el móvil apagado. Pensé en la pobre mujer, que en aquel momento tenía 71 años, perdida entre masas de turistas y funcionarios cairotas furiosos ladrándole instrucciones en árabe, y estuve tentado de llamar a emergencia consular y pedir que alguien fuera a rescatarla. Menos mal que no lo hice. Tatita salió por las puertas la primera de su vuelo, provista de su visado, una maletita con lo indispensable y una enorme sonrisa. Nunca sabré exactamente cómo fue capaz de completar ella sola todos los trámites migratorios egipcios, pero doy fe de que lo hizo.
Ese día llegamos al hotel apenas con tiempo para cenar y acostarnos temprano, porque el viernes a primera hora, antes de que el sol azotara con toda su intensidad, habíamos quedado con Amín para ir a ver las pirámides de Giza. Era ya la tercera vez que yo las visitaba, pero descubrí que podría ir allí cada día de mi vida y no aburrirme jamás. Tatita se hizo fotos en cada piedra y dictaminó que, a su juicio, la ciudad entera olía a camello.
Recuerdo que comimos en el centro moderno de El Cairo, en el restaurante Felfela, donde averiguamos que a Tatita le encanta la comida egipcia, y en especial el koshari, ese guiso a base de garbanzos pero que lleva un poco de todo, y que está francamente bueno. De ahí fuimos al museo de El Cairo, donde hice de guía turístico con especialidad en historia del arte por espacio de tres horas. Tentado estuve de abrumar a la pobre Tatita con mis delirantes teorías sobre Akenatón como faraón queer, pero al fin decidí dejarlo para otro momento y me concentré, sobre todo, en enseñarle los tesoros de la tumba de Tutankamón. A Tatita le impresionó especialmente la sala de las momias y, en concreto, Ramsés II le recordó a una santa de su pueblo que se llama María Adelaide, a la cual tienen momificada en una urna de cristal para alborozo de los creyentes. Recuerdo que de niño me llevó varias veces a visitarla y a encenderle velas, y fue muchos años después, cuando escribí un santoral para la editorial Libsa, cuando descubrí que la pobre María Adelaide no era santa ni nada.
Tras el museo hubimos de pasar obligatoriamente por el hotel para ducharnos. Yo personalmente había sudado tanto que debía de haber perdido como cinco kilos de peso corporal, cosa que por aquella época tampoco me venía tan mal, como atestiguan las fotos de que tengo de por entonces. No descansamos ni cinco minutos: con el pelo aún mojado, nos marchamos caminando hasta el puertecito donde se cogen las falucas que navegan por el Nilo. Tras la hora de trayecto (negociada por un servidor en árabe, sin una sola palabra inglesa), fuimos a cenar a un restaurante llamado Fish Market, situado en otro barco sobre el río, y como colofón, una copa y una shisha en una terraza cercana. Lo único que Tatita no hizo fue fumar en sí, y creo que estuvo tentada. Yo sí lo hice, claro. Aquella temporada en El Cairo fue una de las múltiples ocasiones (no la última, desde luego) en que dejé de fumar, pero tenía la fantasía de que la shisha no era tabaco de verdad y por tanto me estaba permitida, así que le di a la pipa de agua de lo lindo.
A la mañana siguiente, a las 7 en pie. Amín nos llevó primero a conocer el Cementerio Meridional, que forma parte de la zona llamada la Ciudad de los Muertos. Desde la época fatimí, es decir, hace siglos y siglos (o como diría Rachel, que vuelve a estar de actualidad tras Friends: The Reunion, en la época de antaño), los cairotas vienen construyendo suntuosos mausoleos para acoger sus restos mortales. Con el paso del tiempo, estas tumbas han llegado a ocupar tantísimo espacio que forman una ciudad por sí misma. Y en El Cairo hay tanta pobreza que aproximadamente medio millón de personas han optado por irse a vivir al cementerio. Algunas familias se instalan directamente dentro del mausoleo, mientras que otras se hacen una chabola sobre el tejado o aprovechando un rinconcito del jardín de la tumba. Lo más sorprendente es que todas estas viviendas, sin excepción, cuentan con antena parabólica para que sus habitantes puedan disfrutar de las maravillas de la televisión.
De ahí fuimos al Barrio Copto, donde se concentra la población cristiana de la ciudad. Es una maravilla, lleno de pequeños callejones y rincones mágicos. Visitamos varias iglesias antiquísimas, en una de las cuales estaban dando misa copta. Los fieles van descalzos, como los musulmanes, llenan la iglesia de incienso y rezan con una mezcla de canto gregoriano y música árabe. Vimos la cripta donde, según la leyenda, se alojó la Sagrada Familia cuando estuvo viviendo en Egipto, así como la iglesia de San Jorge, donde nos ataron al cuello con la misma cadena que se usó para martirizar al santo. A las tres horas de intenso circuito cristiano, Amín nos condujo a la Ciudadela, construida por Saladino para defender El Cairo de los cruzados, conquistada siglos después por Napoleón y más tarde por los turcos. Allí vimos la mezquita de Mohamed Ali, hecha a imitación de Santa Sofía, pero más moderna. No contentos con esto, seguimos la ruta de El Cairo islámico, con mezquitas de Sultan Hassan, Ibn Tulun y Al-Azhar, cada una en una punta. Comimos koshari de nuevo y Tatita probó la paloma a la brasa, delicia cairota que a mí me pareció asquerosa pero que a ella le encantó, regateamos en el Khal el-Khalili, ¡y fuimos a ver el espectáculo de derviches! Cena tardía allí en el bazar y de vuelta al hotel.
¿He dicho ya que acabé agotado? Tanto, que el domingo agradecí tener que volver a trabajar. Tatita me acompañó a la Embajada y después Amín la llevó de paseo, ni siquiera sé a ver el qué, hasta que yo terminé mi intensa jornada laboral de diplomático en prácticas. De allí fuimos a comer al Parque Al-Azhar, un antiguo vertedero situado en el centro de la ciudad que ha sido convertido, por obra y gracia de la cooperación española, en parque público. Allí disfrutamos de un agaradable paseo con su correspondiente zumo antes de volver al hotel para hacer las maletas e irnos con Amin al aeropuerto, al cual, todo tengo que decirlo, Tatita dejó completamente entusiasmado tras plantarle dos besos de despedida. En Egipto, las mujeres no tocan prácticamente a ningún hombre que no sea de su familia, no digamos ya besarlo, así que esa costumbre tan nuestra les suele dejar rebosantes de emoción.
El lunes, cuando tuve tiempo de contarles a las secretarias de la Embajada el itinerario al que había sometido a Tatita, me regañaron y me preguntaron si acaso había pretendido matarla. Está claro que no la conocen. Tatita es un huracán en toda regla, a mí me dejó exhausto, pero ella se volvió a España, se bajó del avión y se fue directa a trabajar.
(Continuará...).
Comentarios