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  • Writer's pictureLuis Melgar

Cómo conocí a Nefertiti (VII). Siete metros de viaje submarino.


Apenas Pablo y yo habíamos tenido tiempo de recuperarnos de la intensidad arqueológica del crucero del Nilo cuando nos embarcamos en nuestra siguiente aventura: el mar Rojo. El destino elegido en esta ocasión fue Sharm El Sheik, situado en el extremo suroriental de la Península del Sinaí, un lugar turístico que empezaron a desarrollar los israelíes cuando tuvieron ocupada la zona. El concepto es un poco caribeño, con grandes resorts junto al mar con piscina y miles de actividades para realizar, y el incuestionable atractivo de que se encuentra junto a un arrecife de coral, en uno de los lugares de buceo más impresionantes de todo el mundo.


La llegada fue memorable. En la recepción había un grupo de músicos africanos tocando el tambor, algo bastante extraño si consideramos que el Sinaí ya es Asia. Nada más llegar, nos subieron a una especie de carrito de golf y nos llevaron a toda velocidad hasta el Club Lounge, una especie de sala VIP donde, además de proporcionarnos «five different presentations» (desayuno, comida, té de la tarde, cena y hora feliz)… ¡servían bebidas alcohólicas! Fue en ese momento cuando decidí que Sharm no es Egipto. Aunque hay muchos turistas árabes, mezclados con los ingleses y españoles y sobre todo rusos, no ves prácticamente mujeres con velo, y los cócteles y gintónics fluyen libremente por todo el recinto. Tras casi dos meses de abstinencia casi obligatoria, la verdad que acogí la novedad con auténtico gozo.


Al día siguiente nos levantamos temprano para provechar bien el día. Estuvimos tomando el sol, recorriendo el resort en un invento llamado «lazy river», que es un riachuelo de agua templada en el cual te tumbas y dejas que la corriente te arrastre hasta donde quieras ir. Y como a media mañana, tuvimos nuestra primera experiencia con el arrecife de coral haciendo snorkel. Como decía, Sharm está al lado de un enorme arrecife, y nuestro hotel en concreto, el Ritz Carlton, contaba con una playa privada situada encima del arrecife en sí. Playa es mucho decir, ya que no había zona de arena propiamente dicha, sino unas escaleras que bajaban hasta un pantalán que cruzaba por encima del arrecife y te depositaba al otro lado, en el mar. Para empezar, lo que hicimos fue alquilar unas gafas de snorkel y probar la experiencia.


Impresionante.


Según te tiras del famoso pantalán y metes la cabeza debajo del agua, ves que estás literalmente rodeado por un banco de peces de mil colores, que se acercan a ti sin ningún tipo de pudor y te dejan acariciarlos y todo. Si miras un poco hacia abajo, ves la pendiente del arrecife, que se extiende varios metros hacia abajo… y allí hay corales de fuego, peces de todos los tipos y colores, anémonas… de hecho, cuando nos estábamos bañando, llegó el socorrista para obligarnos a todos a salir, pues al parecer acababa de llegar una manta raya que se había afincado por la zona. Estuvimos en el agua hasta la hora de comer, disfrutando de esa agua tan azul que parece que está teñida, y viendo un espectáculo que a mí me pareció incomparable.


Comida ligera, un poco de descanso y… ¡a bucear! Yo había probado el submarinismo una vez, años atrás, con mi amiga Chis en Galicia, y Pablo también había tenido una primera experiencia hace un montón de años. A pesar de ello, decidimos contratar lo que llaman el «bautismo», que es una inmersión de media hora con una instructora que te lleva cogido literarlmente para que no hagas ninguna tontería. Yo recordaba mi aventura en Galicia como impresionante, pero para esto no tengo palabras. Afortunadamente lo que sí tengo son fotos, ya que el centro de submarinismo está asociado con la National Geographic y tienen hasta reportero que te acompaña con cámara acuática, así que pude compartir con mis amigos algo de la increíble belleza que hay ahí abajo, a siete metros de profundidad en el arrecife de coral de Sharm El Sheik.



Fue la segunda vez que visitaba el Mar Rojo durante mi estancia en Egipto, muy diferente de la anterior, a decir verdad. Además del submarinismo y de los cócteles, tomamos el sol, probamos cenas pantagruélicas y hasta nos dimos algún masaje. Fue un fin de semana largo, pero supo a unas auténticas vacaciones. Eso sí, cuando llegó la hora de irnos, tuve que pagar con tres tarjetas de crédito diferentes… y es que el sueldo de funcionario en prácticas no daba para tanto.


El caso es que terminé de enamorarme de aquella parte de Egipto. Cuando me puse a escribir La peregrina de Atón, tuve claro que una buena parte de la trama se desarrollaría en torno al Mar Rojo y a la Península del Sinaí. Y así ha sido, cómo no.


Ya queda poco de esta aventura, pero tranquilos que… continuará.




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