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  • Writer's pictureLuis Melgar

Las perlas de África (I). Guinea empieza en Madrid

Updated: Apr 18, 2021


No habíamos puesto el pie aún en África cuando me di cuenta de que mi primer destino como diplomático me iba a dar para un libro… como mínimo. Mi primera degustación del surrealismo mágico guineano tuvo lugar la primera vez que visité la Embajada de Guinea Ecuatorial en Madrid, semanas antes de embarcarme hacia Malabo.



Yo había llamado por teléfono con días de antelación para concertar una cita, con el aparentemente sencillo objetivo de tramitar mi visado de entrada. Pero yo aún no sabía que en Guinea lo fácil es difícil, lo difícil es muy sencillo, y lo imposible lo hacen sin pestañear.

Pablo me dejó en la puerta de la Embajada y quedó en recogerme media hora después. Yo iba provisto de la Nota Verbal que me habían hecho en el Ministerio y con nuestros nuevos pasaportes diplomáticos, pero… no me dejaron entrar. Al parecer, a los guardias mi cita no les figuraba. Volví a llamar por teléfono, desde el móvil, en la puerta de la Embajada. Nadie contestaba. Volví a intentarlo con los guardias:

—Por favor, soy el nuevo consejero de la Embajada de España. Tengo cita con la embajadora.

—Ah, el consejero. ¿Y cuando se marcha a Malabo? Mi primita necesita un visado y le están poniendo mucho problema.

Exacto: me pidieron mi primer visado tres meses antes de poner el pie en el país.

Apunté el nombre de la primita y juré mirar el expediente con cariño, aunque en aquella época de deliciosa ignorancia, yo aún no me había enfrentado jamás, cara a cara, con un expediente de solicitud de visados… guineano. Pero todo llega.

Franqueada la primera barrera, accedí al interior de la Embajada. Allí recibieron dos señoritas concentradas en sus respectivos teléfonos móviles. No fui capaz de captar su atención: saludé, me presenté, exhibí mis documentos. Pero nada, me sometieron al más implacable tratamiento de silencio. Al cabo de una buena media hora, cuando yo ya rozaba la desesperación, una de ellas me hizo un gesto despectivo, como para espantar moscas, y me mandó a una sala de espera climatizada a una temperatura muy inferior a la del frigorífico español medio.

Pasó media hora… una hora… yo ya no sabía si llamar a la embajadora directamente (que es lo que debería haber hecho, pero a uno no le dan un manual de instrucciones sobre Guinealogía con el nombramiento), marcharme, dimitir… Entonces, otra señorita que resultó ser María Luisa, la secretaria de la Embajadora con la cual yo había hablado para concertar mi cita, descendió del segundo piso como una semidiosa omnipotente y me regañó:

—¡Señor consejero! Llega usted tarde, la embajadora lleva más de media hora esperándole.

Ahí accedí a la otra Guinea.

La Embajadora doña Purificación me esperaba en su despacho, prácticamente vacío, sentada frente a una mesa inmensa en la que yacían varios pasaportes boquiabiertos que ella firmaba con una pluma estilográfica. Era una señora mayor, de las que en Guinea llaman mamá, corpulenta y con rostro amable. Llevaba un traje de chaqueta de corte europeo y una peluca anaranjada.

—Acabo de firmar su pasaporte. ¿No ha estado nunca en Guinea? Siéntese, le voy a contar —doña Purificación se levantó con paso vacilante y me condujo hasta unos sofás—. Perdone que mi despacho esté tan vacío, pero a mí también me acaban de nombrar. Vengo de Washington, ahí he sido Embajadora más de cinco años. ¿Sabe? El presidente Obama es negro como yo, pero no me gusta, él no habla español y yo soy la Embajadora de Guinea Ecuatorial, así que siempre hablo en español. Pero el presidente Bush sí que me caía bien, es un hombre muy simpático y habla español muy bien. ¿Quiere usted un vaso de agua?

Pablo debía de llevar bastante tiempo esperando fuera, pero qué se le va a hacer. Durante las siguientes dos horas de reloj, doña Purificación me hizo un relato (no demasiado condensado) de su vida. De jovencita, en la época de la colonia, fue elegida Miss Guinea. Después, con Macías, estuvo en la cárcel, nunca he sabido muy bien por qué. Creo que era bastante rebelde. Fue el propio Obiang el que la liberó. Nunca ha querido casarse, porque ella no quiere pertenecerle a ningún hombre, pero ha tenido cinco hijos de razas distintas, así lo dice ella, uno es príncipe bubi, otro es fang… ¡y otro es vasco! Tiene treinta y tantos nietos y los ha dividido en dos grupos: las chicas son las jirafas, altas y orgullosas, viven todas en Madrid y son la sensación de la ciudad; los chicos son los leones, traviesos y aguerridos, un auténtico terror para las adolescentes.

—Cuando volví a Guinea, Obiang me nombró ministra de la mujer. Yo tenía un proyecto en Bata para que las mujeres aprendieran a cultivar lechuga. Yo les enseñaba a sembrar la lechuga, y a regarla, y luego a cortarla para hacer ensalada. Un día vinieron a verme a mi casa y me dijeron: señora ministra, hemos arrancado todas las lechugas y las hemos tirado a la basura. Eso está malísimo y no se puede comer. Yo les dije: ¿pero les habéis echado aceite? Sí, señora ministra, pero nosotras no tenemos aceite de oliva como dice usted, tenemos aceite de palma y la ensalada de lechuga con aceite de palma no se la puede comer nadie. Y así tuve que decirle a Obiang que mi proyecto para cultivar lechugas en Bata había fracasado.

Logré marcharme de la Embajada con el tiempo justo de comer y volver al Ministerio, pensando que doña Purificación era un personaje único. Lo es, pero no tanto como pueda parecer.

Unas semanas después, cuando Pablo, Churchill y yo llegamos a Malabo, decidí que tenía que contar todas estas experiencias a mis amigos y familiares. Y así nacieron las Perlas de África, unos e-mails que yo enviaba a España con una periodicidad irregular contando las aventuras y desventuras de nuestra vida en Guinea.

Ése fue el germen del libro Los blancos estáis locos.


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