Las crónicas egipcias de Lady May.
My dearest gentle readers,
Parece que nuestra pequeña lady Paula ha encontrado en Egipto un escenario digno de las aventuras más emocionantes. Este capítulo, sin embargo, empieza con la entrada en escena de un personaje fascinante: nuestro conductor, el incomparable El-Kady. Con su sonrisa de dientes de marfil y su rostro curtido por el tiempo y el sol del desierto, El-Kady recibió a los viajeros en el hotel de la emperatriz con una reverencia que parecía extraída de tiempos antiguos.
—Bienvenidos, mi familia española —nos dijo con un guiño, como si compartiera un secreto con nosotros—. El Cairo ha cambiado mucho en los últimos años. A veces pienso que yo soy lo único que queda del viejo Cairo.
Luis, siempre hablador, no pudo evitar intervenir.
—En 2009 estuve una temporada destinado aquí y comparto la misma impresión. Lo noto todo cambiado, pero no sabría decir en qué sentido…
—Ah, señor —respondió Ekl-Kady, sacudiendo la cabeza con gravedad fingida—, antes, cuando el Nilo estaba alto y la ciudad olía a jazmín, uno podía escuchar las llamadas de los muecines a la oración desde cada rincón, como un murmullo constante que recordaba a la gente sus deberes con Allah. Ahora, el Cairo se ha vuelto moderno, digital… los teléfonos han reemplazado a las voces. Pero no se preocupen, aún hay magia en esta ciudad para quienes saben buscarla.
Y con esa promesa de magia, los condujo directamente a la meseta de Giza, donde las tres pirámides se alzan majestuosas y eternas, desafiando el paso de los milenios. La emoción en los ojos de Paula era palpable. Señaló la pirámide de Keops, la más grande, y declaró con la determinación de una pequeña faraona:
—¡Quiero entrar ahí!
Apenas unos minutos después, con las entradas en la mano y un guía de lo más pintoresco, se preparaban para adentrarse en el corazón de la gran pirámide cuando nuestro querido Pablo, con su sentido práctico, decidió quedarse fuera.
—La idea de arrastrarme por túneles estrechos no me parece la forma ideal de disfrutar de la historia —dijo con una sonrisa, mientras se acomodaba en una piedra—. Aquí os esepero.
El guía, sin inmutarse, miró a Pablo con una mezcla de confusión y cortesía, y luego se dirigió a Luis con un gesto de respeto.
—¿Madam no quiere entrar? —preguntó, señalando a Pablo, lo cual provocó la risa inmediata y contagiosa de Paula.
Pablo, sonrojado, solo pudo asentir, aceptando su nuevo título de «madam» con la resignación de quien sabe que este episodio no será olvidado fácilmente.
Luis, Paula y yo —sí, porque aunque no me veáis, sigo presente en espíritu, observando cada detalle— nos adentramos en la pirámide. El aire se volvió más pesado y el silencio más profundo a medida que descendíamos por el estrecho pasadizo. Paula, con su inagotable curiosidad, tocaba las paredes de piedra mientras sus ojos brillaban con la luz de la linterna. Y entonces, para nuestro asombro, apareció de nuevo el misterioso gato siamés que parecía haber tomado un interés especial en nuestra pequeña exploradora.
Allí estaba, entre las sombras, su figura recortada contra la luz, mirándonos con esos ojos azules que parecían ver más allá de nuestro tiempo y nuestro mundo.
—¡El gato del museo! —exclamó Paula en un susurro emocionado.
El guía, naturalmente, no veía al felino y nos miró como si estuviéramos un poco locos, pero a estas alturas, ya nos habíamos acostumbrado a la presencia de aquel extraño guardián.
El gato se deslizó hacia el interior de la cámara, desapareciendo en la oscuridad. Paula quiso seguirlo, pero Luis la detuvo suavemente, recordándole que algunos misterios deben esperar su momento.
Después de visitar las tres pirámides y contemplar su grandeza, nuestros aguerridos aventureros se dirigieron al hotel Mena House, un lugar con una historia tan rica como las mismísimas pirámides. Ah, mis queridos, ¡cómo me recuerda a mi primera estancia allí! El Mena House, que comenzó como un pabellón de caza para Ismail Pachá, fue transformada en un lujoso hotel a finales del siglo XIX. Recuerdo que Howard Carter y yo pasamos muchas veladas en su terraza, hablando de tesoros perdidos y civilizaciones olvidadas. Y no puedo evitar pensar que aquel misterioso gato se nos aparecía también, aunque entonces no nos diésemos cuenta.
Paula, incansable, recorrió los salones del hotel, donde cada rincón cuenta su propia historia… y sí, lo habéis adivinado: el gato siamés apareció de nuevo, esta vez descansando perezosamente en una de las elegantes alfombras del vestíbulo. Parecía esperar a que la pequeña Paula se acercara para hacerle una caricia antes de desaparecer nuevamente, como un fantasma felino que custodia los secretos de Egipto.
De vuelta al hotel después de un día lleno de descubrimientos y risas, nos sorprendió el silencio en la ciudad.
—No se escucha la llamada a la oración —comentó Luis.
El-Kady, que conducía con la destreza de un alquimista por las calles de El Cairo, nos explicó que ahora la gente mira las horas de oración en sus móviles y que los anuncios sonoros están prohibidos en la ciudad.
—Todo cambia, mis amigos. Pero la esencia de El Cairo, esa nunca se pierde.
Y así, envueltos en la magia de este antiguo país, volvimos al hotel, con el eco de nuestras risas y el misterio del gato acompañándonos. Porque en Egipto, mis queridos lectores, cada rincón esconde una historia y cada historia es un paso más en la aventura de descubrir quiénes somos.
Vuestro inalterable espíritu viajero, Lady May
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