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  • Writer's pictureLuis Melgar

Cómo conocí a Nefertiti (VI). El crucero del Nilo.



Era miércoles, 5 de agosto de 2009, cuando nuestro fiel Amin nos llevó a Pablo y a mí una vez más al aeropuerto de El Cairo para volar a Asuán e iniciar lo que sin duda supuso el álgido de mi conocimiento del Antiguo Egipto: el crucero del Nilo.


Tras un vuelo bastante relajado, llegamos a la ciudad de Asuán a eso de las diez de la noche. Fuimos en taxi (contratado con el procedimiento habitual) hasta el embarcadero donde se coge la barca que llevaba a nuestro hotel, el Mövenpick. Y es que, en efecto, el hotel en cuestión se encontraba en la famosa isla Elefantina, en medio del río Nilo, a la cual era imposible acceder por carretera. El Mövenpick, calificado por la famosa guía Lonely Planet de “desastre arquitectónico”, es en realidad una maravilla de hotel, con habitaciones preciosísimas, desayunos pantagruélicos y un servicio fantástico. Como era tan tarde, cenamos en la habitación y nos fuimos a dormir.


El jueves por la mañana volvimos al aeropuerto, tras la correspondiente negociación con un taxista, para volar hasta Abu Simbel, el famoso templo construido por Ramsés II que tuvo que ser trasladado tras la construcción de la Presa de Asuán para que las aguas del Nilo no se lo tragaran para siempre. En realidad hay dos templos: el de Ramsés II propiamente dicho, consagrado a la eterna gloria del soberano y al culto del dios Ra, y otro más pequeño dedicado al culto de la dios Hathor y a la memoria de Nefertari, la esposa de Ramsés. La imagen de los cuatro colosos de Ramsés es mundialmente conocida, así que no me voy a entretener en describirla. Sí recuerdo que pensé que, hace unos 3.500 años, cuando los colosos estaban justo en la orilla del Nilo, debía de ser impresionante para un pobre nubio que se adentrara en barca en las tierras de Egipto el ver esas cuatro estatuas gigantescas que protegían el reino de los faraones. La imagen supera a la de cualquier novela o película de fantasía. El interior está espléndidamente conservado, con miles de grabados y jeroglíficos que casi me hicieron entrar en éxtasis demente. Tras la visita, de unas dos horas, volvimos a Asuán, donde pasamos el resto de la tarde disfrutando de las maravillosas instalaciones del hotel… incluido, por cierto, un “masaje nubio” administrado por un caballero de fuerza hercúlea. Aún me duele cuando lo recuerdo.

Por la noche cenamos en un restaurante en lo más alto del hotel, desde el que podía verse toda la ciudad, y nos marchamos a la Isla de Philae para asistir al espectáculo de luz y sonido. Los templos de Philae también tuvieron que ser trasladados tras la construcción de la isla, pero gracias a las labores de la UNESCO, están ahora en una ubicación casi idéntica a la original de hace más de 3000 años. A la isla en cuestión hay que llegar en barca y, todo hay que decirlo, surcar el Nilo en plena noche, rodeando islotes y peñascos, con un barquero sólo para nosotros dos, tiene un encanto especial.


El espectáculo en sí no tiene ni punto de comparación con el que vi en las pirámides: lo recuerdo magnífico, con una línea conductora muy clara. Además, la propia historia te va guiando por el interior de las ruinas del templo, lo cual es mucho más ameno que estar sentado viendo con estupor cómo las pirámides se ponen de color fucsia. Durante el show se cuenta la historia de Isis, a la cual está consagrada la isla, y su esposo Osiris… y vaya, fue toda una experiencia.


A la mañana siguiente, ya viernes, empezaba oficialmente nuestro crucero a bordo del Sonesta St. George que, a pesar de lo rimbombante del nombre, es uno de los mejores barcos que había en aquel momento. En mi humilde opinión, hacer el crucero del Nilo algo que merece la pena al menos una vez en la vida. Obviamente es algo muy turístico. Visitar ruina tras ruina del Antiguo Egipto ya era turístico en tiempos de Napoleón. Bañarse en la piscina, en la cubierta del barco, mientras se navega por el increíble paisaje que rodea al Nilo es algo único. El estilo del barco en sí intenta respetar la imagen romántica que uno tiene de los cruceros del Nilo gracias a Agatha Christie y, por tanto, los camarotes están amueblados con un estilo clásico y muebles de madera, se toma el té de la tarde… y si a esto le unimos que sólo éramos 20 pasajeros, tengo que reconocer que la experiencia ha sido francamente fantástica.



El viernes, después de comer, empezaron nuestras excursiones. Fuimos al obelisco inacabado, que como todo el mundo dice, no merece la pena, y a la Presa de Aswan. Después volvimos a la Isla de Philae (sí, es interesante el contraste de ver la isla de noche y de día), a ver los templos de Isis y Hathor y el pabellón de Trajano. Por la noche, después de cenar en el barco, hubo un espectáculo de ésos que gustan tanto en los cruceros: un baile nubio con bastante gracia y aires mucho más africanos de lo que uno puede ver en El Cairo. Cuando me despisté por un instante y me sacaron a bailar una especie de conga, me sentí por un momento la entonces vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega posando con los niños africanos en uno de sus viajes, pero recuperé el sentido rápidamente y volví a mi asiento con mi dignidad casi intacta.


El sábado tuvo lugar la mayor parte de la navegación. Partimos de Asuán de madrugada y llegamos muy temprano al templo de Kom Ombo, consagrado a los dioses Sobek (el cocodrilo) y Haroeris (una especie de bastardo de Horus que se inventaron en la época tolemaica). De ahí a Edfú, también de la época tolemaica y consagrado al dios Horus: se supone que es uno de los templos mejor conservados de todo Egipto y, en efecto, los relieves, pinturas, jeroglíficos y demás que pude apreciar me dejaron casi sin aliento. La tarde estuvo consagrada enteramente a la navegación por el Nilo, admirando la sucesión de desiertos y palmeras mientras se toma el sol en la cubierta del barco.


Hubo un momento especial al atravesar las esclusas del río, que sirven para salvar el cambio de nivel con un mecanismo similar al del Canal de Panamá. Pasábamos por un canal muy estrecho, que daba pie a que los niños se acumularan junto al barco gritando “one money, one money”. Uno se preguntará cómo darles dinero a estos infantes que están a varios metros de distancia, pero ellos lo tienen todo pensado. Te tiran un tubito de plástico, de ésos que se usan para guardar los carretes de fotos, lleno de arena. Tú metes el “one money” y se lo devuelves. Todo perfectamente calculado. Una señora no identificada del barco decidió que eso de dar dinero a la infancia no era adecuado, así que les tiró un plátano a los pobrecillos… en fin, qué puedo decir… por la noche, tuvimos cena egipcia y fiesta de la galabeya y, esta vez sí, Pablo y yo nos negamos rotundamente a disfrazarnos y optamos por disfrutar tranquilamente de una copa en cubierta sin necesidad de ponernos ningún traje exótico inventado especialmente para turistas.


El domingo llegamos a Luxor, y fue sin duda el día más intenso de todo el viaje. Por la mañana visitamos los colosos de Memnón, dos gigantescas estatuas muy deterioradas del faraón Amenofis III, el padre de Akenatón. De ahí fuimos al Valle de las Reinas, al templo de Hatshepsut y al Valle de los Reyes. Éste es uno de los lugares con los que había soñado siempre, desde mi más tierna infancia… cuando jugaba a momificar insectos y les hacía tumbas de juguete, me inspiraba en las fotos de la tumba de Nefertari que, por cierto, no pude visitar porque estaba cerrada por restauración. Los dos valles m resultaron impresionantes, exactamente tal y como los había imaginado… en cuanto al templo de la reina Hatshepsut, bueno, no es lo que más me gustó del mundo, sobre todo porque tengo la sensación de que los restauradores polacos le echaron quizá demasiada imaginación y terminaron levantando un edificio que se parece más a una casa de pisos soviética que a un templo egipcio. Pero bueno, malish, como dicen los egipcios, que viene ser “es lo que hay”.


Por la tarde, tras una breve pausa para comer y refrescarnos en el barco, visitamos los templos de Karnak y Luxor. Karnak fue como una especie de Vatiacano del Antiguo Egipto, una ciudad-templo-monasterio gigantesco al que cada faraón aportaba su granito de arena. Es tan grande que quizá resulte un poco inasequible… maravilloso, en cualquier caso. El Templo de Luxor es más modesto, tiene una mezquita medieval en su interior y cuenta con un santuario con imágenes de Alejandro Magno caracterizado como faraón. Toda una experiencia. Mi mente no podía parar, tramando historias variadas para futuras novelas que esperaba tener tiempo de escribir en algún momento de mi agitada existencia.


Siempre digo que, en la medida de lo posible, uno debe intentar escribir sobre aquello que conoce. A todo aquel que desee escribir sobre el Antiguo Egipto, le recomiendo encarecidamente que haga el crucero del Nilo. Hay tantas, tantas escenas de La peregrina de Atón cuya ambientación viene directamente de mis recuerdos de aquel viaje… Y no quiero ni hablar del libro que estoy escribiendo ahora. Es encender el ordenador y me siento trasladado de nuevo al Valle de los Reyes.


Volveré, seguro que volveré.


(Continuará…).


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